viernes, 29 de abril de 2016

El as de oros

Mr. John Retcalfe fue un acreditado horologist, en español horólogo, una palabra que sobrevive fuera del diccionario acompañada  de  cerca por horología, el estudio del tiempo y de su medición, desde los relojes de sol y sombra de los obeliscos y pirámides, ¡solo marcaban las horas serenas, horas non numero nisi serenas!, hasta los primeros de bolsillo y de péndulo; y entremedias los relojes de agua, ¡clepsidra!, y los de agua astronómicos, el reloj lunar y los de estrellas, los relojes de arena, y los de engranajes y de balancín, sin dejar en el olvido las extravagantes tentativas, británicas por supuesto, de los relojes marinos del siglo XVIII, como la de cierto bibliotecario de St. Ives que sugirió el uso de los faros para transmitir hacia las nubes señales de tiempo…

Ningún comentario le he oído al señor Retcalfe, a pesar de su título de antiquarian horologist, sobre el reloj (l’orologio) de la Catedral de Florencia, Santa María del Fiore, el que pintó Paolo Uccello  en el siglo XV con el fondo de su inmensa esfera en color verde, las cabezas de cuatro hombres, ¿los evangelistas?, en los bordes y las veinticuatro horas en números romanos ascendentes. Aquel reloj con una única mano que gira hacia la izquierda siguiendo la trayectoria del sol, mirado desde el norte, y que mide el tiempo transcurrido entre una puesta de sol y la siguiente. La Ora Italica, la hora juliana, natural y acaso por ello atrabiliaria.

Tampoco nos habla Mr. Retcalfe del calendario veneciano, que empezaba el 1 de marzo, cuando los días se contaban, como en Florencia, a partir de la puesta del sol, ni de que en Venecia hubo una oficina de pronósticos que daba a  los venecianos los altibajos del mundo y el semblante de amigos y enemigos. Lo sabía  Cunqueiro, el amigo de Merlín en Mondoñedo, y también que en las aldeas de gente humilde de Galicia se tiraba o rosquilleiro, es decir, se iban dando cartas de la baraja, y al que le tocaba el as de oros se le regalaba una rosca de pan. El agraciado era visto con respeto por sus convecinos, como la persona más afortunada del lugar durante el año, y sobre la que lloverían, ¿qué escribir si no   es llover en el país de la lluvia?, bienes. 


Nunca me tocó el as de oros, nunca me dieron cartas, pero a veces, una hora después de la puesta del sol, la hora de la noche, y siempre antes de que llegue la hora de la misericordia, sueño que soy uno de aquellos niños delicados que eran llevados desde aldeas lejanas a frotarse contra las espaldas de o rosquilleiro, algunos para aliviar las fatigas del cuerpo y otros las aflicciones del ánimo.

sábado, 23 de abril de 2016

Pasiones quijotescas



The Ingenious Gentleman Don Quixote de la Mancha

Dice Andrés Trapiello, a propósito de su versión del Quijote,  felizmente exitosa, que dejó tal cual sus doce primeras palabras porque “son como el Partenón, no puedes restaurarlo”. Borges tampoco concebía otro inicio, y pensaba que toda modificación es sacrílega; sin embargo, medio en broma y quizá no sin una pizca de desdén, añadía que Cervantes habría prescindido de esa superstición.

Y, la verdad, algo de superstición tiene la reducción del Quijote, al modo borgiano, a un monumento uniforme, sin más variaciones, muy gratas en ocasiones, que las concedidas por el editor, el tipógrafo, el encuadernador y el difunto cajista. ¿Acaso vamos a    olvidar que Cervantes simuló que el Quijote lo había escrito un historiador arábigo y manchego, Cide Hamete Benengeli, y que le rogó a un morisco aljamiado que le tradujese del árabe al castellano los cartapacios y papeles viejos que contenían la historia de don Quijote? 

Bien parece, a la postre, que Borges no concibiera otro inicio del Quijote, y condenase al fuego eterno cualquier alteración, pues ahí está su confesado ejercicio congénito del español del XVII, pero la suerte con la que nació el sumo anglófilo argentino no es desde luego la nuestra, qué duda cabe. ¿No resulta por ello ocioso el indagar si tiene sentido traducir al español del siglo XXI el Quijote? ¡Vaya si lo tiene!

Habrá quien será capaz de entretenerse y no enfadarse con la lengua española en que se escribió, mas siendo ilusorio sostener, con la venia del bachiller Sansón Carrasco, que la historia de don Quijote “es tan clara, que no hay cosa que dificultar en ella”,  y siendo a la vez no menos ilusorio asegurar con el bachiller que “los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran”, mejor que nada haremos, so pena de desafecto e indiferencia, digo yo, ¡damas y caballeros, chicos y mayores!, si tomamos y leemos la historia del ingenioso hidalgo vertida al castellano de nuestro tiempo, y a la manera que el morisco le prometió traducirla a Cervantes: bien y fielmente, y sin quitarle ni añadirle ninguna cosa. Sea, un castellano proporcionado a las aventuras y presonajes del Quijote

Dejemos ya la retórica para Demóstenes, y no perdamos el sueño,  que a fin de cuentas lo cierto es cierto, y como barruntó Shakespeare, el fantástico  día que puso sus ojos en un ejemplar en ingles de la  primera parte de la obra de Cervantes,  recién editada en  Londres,  "esa es la cuestión, o de esto se trata: leer  el Quijote, incluso traducido,  qué remedio, o no leerlo". Vale.




Molinos de  viento

O Ribeiro figura en los mapas inventados  del Quijote desde que el caballero andante hizo su segunda salida apócrifa, acompañado de Sancho Panza, por la mentada comarca ourensana, donde tras abandonar Boborás y Pazos de Arenteiro, continuaron tierra  adentro por el Val de Avia y por los lugares, y las vides, de Leiro, Gomariz, Ventosela y Vilerma, con Beade al pie de Pena Corneira, y el casal de Armán, hasta que al cabo llegaron a la aldea de Cenlle, dominada por la iglesia de San Andrés de Camporredondo. 

Y en San Andrés aconteció una jamás imaginada aventura, de feliz recuerdo para los dos.

-Mira el faro, amigo Sancho, le apremió  don Quijote. 
-¿Qué faro?,  preguntó  su escudero.
-Aquel que allí ves, el de la linterna barroca, respondió don Quijote.
-¿Y todavía alumbra?, insistió Sancho Panza.
-Suele alumbrar casi dos leguas marinas, hacia lo alto y a lo lejos, fíjate al fondo, donde a lo largo de la colina se descubren treinta o  cuarenta desaforados gigantes.

Y diciéndole don Quijote lo último, aparecieron por el camino Bernardo de Claraval y Bernaldo de Fontaine, fareros de la orden de San Benito, cada uno con su libro de orto y ocasos, dispuestos a lanzar señales desde la torre del santo, digna del cosmógrafo Ptolomeo, a aquellas criaturas de brazos descomunales volteados por el viento de la mar invisible.  


  

miércoles, 20 de abril de 2016

Viajar al sur

Aquellos días no varió su rutina. El paseo por la playa antes del atardecer,  todavía con sombrillas de colores,  un rojo carmesí entre ellos, que sin querer le recordó a la flota de La Serenísima pintada por Canaletto, y también por alguno de sus rivales; junto al mismo mar que creyó haber abandonado en casa, y no demasiada gente, sencilla y discreta, le pareció, a  ratos alegre y a veces acaso un poco infeliz, como en todos los lugares, como casi todos nosotros, se dijo. 

Después, a partir de la puesta de sol, fue a la búsqueda de un faro, y maravillado encontró dos, uno al lado del otro, tan distintos. El moderno, atoscanado y altivo, triunfal, era el que alumbraba; el antiguo, encallado y apenas intuído, quebradizo, perdió la lente hace años y su luz, fija y blanca, se apagó para siempre. 

No era verano, pero había viajado al sur. 



sábado, 16 de abril de 2016

El botón dorado

Tenemos la arquitectura y con ella la vida ante nosotros, o eso creemos: en cada ciudad descubrimos fácilmente más de una ciudad a poco que nos fijemos en el juego de los volúmenes, y en cada una hay más vidas que las que alcanzamos a ver, quizá a soñar. ¿Y cuántos lugares no hay por los que un día caminamos rectos, y otro nos perdemos irremediablemente?

Dickens, un paseante habitual y placentero, recurrió, en Historia de dos ciudades, al Londres y al París de finales del XVIII para contraponer lo que se refiere al bien con lo que se refiere al mal, el mejor y el peor de los tiempos, pues como escribió (¿quién podrá eludir el  principio del memorable comienzo de esa novela?), "era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y de la necedad..." (it was the best of  times, it was the worst of times, it was the age of wisdom, it was the age of foolishness...).

Sabia y necia la edad convulsa que Dickens noveló,  parecida por sabia y necia a la edad victoriana en la que él vivió, y a la vez parecida a la actual, cabría en este último caso sostener si no fuera por las apariencias, decididamente inclinadas por doquier del lado de la ramplonería, y pródigas en badulaques, enredos y -cerraría Sancho Panza- revoltillos. 

Pero el escritor inglés hoy es un pretexto para atraer a un amigo hacia mi recuerdo. Aficionado a las caminatas por la gran ciudad bipolar y de doble filo de nuestro tiempo, la ciudad de los cien   estilos y el purgatorio magnífico del que habló Paul Morand, mi amigo no necesita salir de Nueva York para poder comparar la vida y además la arquitectura de un edificio futurista y opulento, pongamos que uno diseñado por la starchitect recientemente fallecida Zaha Hadid, con la vida y la arquitectura de un espacio sosegado y liviano, de autor desconocido, en el que por millones solo se venden botones. El botón dorado. 


(la ilustración es de Hayes Davidson, y las fotografías son de Emon Hassan)


martes, 12 de abril de 2016

El conde Harry Kessler

Llevamos juntos más de un cuarto de siglo (nos conocimos en una exposición el año 1989), y hasta hoy ha permanecido mudo. El conde Harry Kessler entró de mi mano en casa, disfrazado de copia en papel del retrato que le hizo Edvard Munch en 1906, cosa que a mí no me importó (el disfraz); y su compañía sigilosa nunca me ha aburrido ni mucho menos molestado.

Acaba de aparecer publicado en castellano su Diario (1893-1937), y aunque solo se trata de una antología, me digo que al fin podré oírle narrar su sofisticada vida, la de un adinerado y culto anglo alemán nacido en París, nada nacionalista (según el poeta W.H. Auden, “probablemente el hombre más cosmopolita que jamás ha existido”), mecenas de artistas y escritores, diplomático, soldado durante la Gran Guerra y activista por la paz (prefería un jinete esculpido por Fidias a una batalla de Alejandro), político defensor de la República de Weimar y exiliado del nazismo. 

El 30 de septiembre de 1937, mortalmente enfermo, visitó en Marvejols a un joven y agradable médico para una radiografía de su corazón; nostálgico, escribe que la pequeña ciudad francesa, "anticuada y pintoresca", le recuerda "en su estilo y atmósfera a Weimar", si bien en conjunto ofrece "la atmósfera de una ciudad del sur". Moriría dos meses después en un hospital de Lyon. No había nadie con él. 

Atrapado entre su vida y alguna fantasía, no dejo de preguntarme qué podrá contarme ahora el conde Harry Kessler, después de tanto tiempo de silencio, perdido ya su color, habiendo envejecido a mi lado. 

viernes, 8 de abril de 2016

Turnberry

The Ailsa es el nombre del campo escocés de Turnberry donde en 2009 se jugó The Open, y Ailsa Craig es el de la isla oval que encuentras  inquietante a pocas millas de la costa, en el fiordo de Clyde; tan inquietante que sin tener que mirar al mar sospechas su presencia intimidadora. Y allí, en el condado de Airshire, al suroeste de Escocia, The Ailsa centellea sin descanso las luces de su faro.  
El faro fue diseñado por dos ingenieros familiares de Robert Louis Stevenson (“¡piezas de a ocho! ¡piezas de a ocho!”), y se levanta en las proximidades de las ruinas del castillo en el que nació Robert the Bruce, el Rey de Escocia que quiso ser enterrado en Jerusalén. Y hacia Jerusalén se encaminaba, para cumplir ese deseo, el noble Sir James Douglas, cuando en el año 1330 murió en la batalla de Teba, que enfrentó a Alfonso XI de Castilla y a Muhammed IV de Granada. Sir James portaba al cuello, en una urna de plata, el corazón  embalsamado de Robert the Bruce. 
No fue 2009 la única ocasión en la que el British se celebró en Turnberry. La primera vez, en 1977, ofreció a los aficionados al golf un duelo fantástico, éste incruento y gobernado por el fairplay: el duelo al sol que mantuvieron un joven Tom Watson y el formidable Jack Nicklaus, poseedor  por entonces de catorce Majors o Grandes Torneos. “¿De esto es de lo que se trata, no?”, le dijo Tom a Jack en la cuarta y decisiva jornada  de competición, los dos subidos a una duna en el tee de salida del hoyo 16, y líderes del Open con diez golpes de ventaja sobre el tercer clasificado. Igualados desde la víspera y hasta el último hoyo, Watson metió su putt  de birdie   para la victoria.
Pudo triunfar de nuevo en 2009. Le bastaba con hacer el par en el hoyo 18, bautizado como duel in the sun a partir de 1977, pero el putt de  Watson esta vez no entró y el bogey lo llevó al desempate, ganado sin contemplaciones por un atlético contrincante, joven como Tom lo había sido  treinta y dos años antes.
Aquel día tuve un presentimiento:  no iba a poder olvidar con facilidad a ese veteranísimo golfista que a los 59 años, una edad gris para las hazañas deportivas, salió derrotado por centímetros del gran torneo abierto británico de 2009, ni podría borrar de mi memoria su silueta de gentleman sonriente mientras paseaba a solas, entre golpe y golpe, por las calles de hierba segada al ras por el viento de los hoyos de The Ailsa; seguramente al lado de los Stevenson, de Robert the Bruce, del noble Sir James Douglas, y del faro que nos acompañó al atardecer, aquel domingo de verano que vi jugar y perder a Tom Watson en Turnberry.


(las fotografías, de autor desconocido, pertenecen a SLC Turnberry Limited)

martes, 5 de abril de 2016

Palmira

El ejército sirio acaba de liberar Palmira, repican las noticias, y el Estado Islámico ha huido de las ruinas de la ciudad en la que un día reinó, ay, Zenobia. La reconquista de las ruinas de Palmira me alegra, como es natural, y me lleva a pensar en la gente adinerada de hace cientos de años, tan diferente a la de ahora en sus gustos, por lo general aristocráticos los de antes y sumamente groseros los de hoy, pues todos constatamos a menudo que entre ella  abundan quienes  no se cansan de exhibir cómo viven y en qué consumen su tiempo ¿y qué mayor grosería que esa  exhibición?,  cuando no se encargan de ponerla al descubierto los códigos penales, las leyes de enjuiciamiento criminal y los ministros de Hacienda. 
Sin embargo, el doctor Samuel Johnson no tenía la misma impresión de sus contemporáneos más acaudalados, o sí: el 3 de junio de 1781, anota James Boswell, Johnson, descrito como un defensor ardoroso de las ventajas que proporciona la riqueza, le comenta a su minucioso biógrafo que no había visto que los hombres de gran fortuna "disfruten de ninguna de las cosas extraordinarias que dan la felicidad", y burla burlando se pregunta "¿qué hace el duque de Bedford? ¿qué el de Devonshire?"
A decir verdad, el único ejemplo notable que Samuel Johnson  conocía  de alguien que disfrutase de la riqueza era el de  James Dawkins, el diletante que al ir a visitar Palmira y enterarse de que el camino se encontraba infectado de salteadores, "alquiló un cuerpo de caballería turca para que le protegiese".


(el cuadro, James Dawkins y Robert Wood descubriendo las ruinas de Palmira, lo pintó Gavin Hamilton en el año 1758 y se conserva en la Galería Nacional de Escocia)

viernes, 1 de abril de 2016

Triple selfi

Lo hará con retraso, pero llegará como nuevo el circense más difícil todavía: el triple autorretrato.


(el cuadro, Triple Self-Portrait, lo pintó Norman Rockell en 1960)