viernes, 27 de mayo de 2016

Cuaderno de minucias

21 de mayo, sábado

Rosas, rosas blancas y rosas rosas. Quién las tuviera. Las lilas resisten fatigadas, la lavanda se marchita, y hemos perdido las campanillas. El funeral floral no se consuma gracias a la renacida rosa de Siria, y a la evolución natural de las hortensias, educadas para afrontar con sus corimbos en tecnicolor los golpes que les atizan los húmedos vendavales del nordeste. El fin de semana irrumpe con afanes horticultores, y me arrebata los paseos entre carballos, ameneiros, bidueiros y castiñeiros,  siempre al contraluz. 



22 de mayo, domingo 

El buzón guardaba una sorpresa amable: la carta de nuestro amigo el arqueólogo bretón Roquè Desnâ. La remite desde su casa de Locmariaquer, en el golfo de Morbihan, y encierra su  tentación habitual, esta vez la travesía desde Lorient a Plymouth para extraviarnos por la bahía de Carbis y Talland House, en Cornualles, el hogar veraniego de la familia Stephen de la que surgió su amadísima Virginia, la señora Woolf al casarse. Roquè, un hombre bondadoso y delicado, únicamente   pide compañía para revisitar Bretaña, explorar el Land's End córnico, el Finisterre inglés, y entregarnos su hospitalidad. 


23 de mayo, lunes

Acaba el cuatrimestre en la Facultad, y me despido de los alumnos, chicas en su mayoría, cada vez más jóvenes y alejados en el tiempo. Elemental candidez la mía. Ellos siempre tienen 20 años, pero yo cada curso cumplo uno, y allá van no sé cuántos, cursos y años. Intento entretenerlos con Sthendal y su afición por el estilo preciso e impersonal del Código Civil francés; y me esfuerzo en explicarles que las leyes demandan una lectura demorada y saltuaria, por completo enemiga de la ligera y continuada, de principio a fin, propia de las ediciones electrónicas en forma de rollo desplegable. Me miran como se mira a los antiguos y sonríen con benevolencia. 




24 de mayo, martes

Vemos en la televisión los últimos capítulos de una serie de la BBC basada en Guerra y paz. Natasha Rostova, Pierre  Bezújov y Elena Vasílevna Kuráguina, por ejemplo, no tienen las caras de mi imaginación libresca, herida de muerte como el príncipe Andréi Bolkonski en el campo de batalla de Borodinó. Acudo, en busca de socorro, al novelón inolvidable  de Tolstói, lo hojeo agitado, y me digo que si el ejército del zar  Alejandro I no destruyó al de Napoleón, menos podrá una pantalla de cristal  derrotar a mis fantasías de papel. 

(la acuarela de Eduard Petrovic Gau es del interior del Palacio de Invierno de San Petersburgo)





25 de mayo, miércoles 

En el país de la lluvia, donde el sol aparenta la posibilidad de una prodigiosa y cortísima ilusión; y el invierno es largo y estrecho, como ciertos menús de postín, no solo el séptimo día ponemos el cerebro a remojar. El alma, sin embargo, carece del don de adivinar que se ha puesto a llover y permanece seca, al menos por fuera. 



26 de mayo, jueves

Atardece con el cielo camuflado de lámina de zinc, y salimos a caminar por la playa, junto al mar, con la marea baja. Hay resaca y un niño vuela su cometa. La resaca me traslada a los días infantiles de baños imposibles, de juegos por las rocas y las pozas, entre erizos, medusas, pulpos y robalizas, y me devuelve el eco apagado de voces familiares que  nos advierten del peligro fabuloso de las olas. El niño y su cometa hacen que me pregunte claramente, como en aquel poema tan melancólico de Andrés Trapiello, El volador de cometas, si para él no estarán pasando los años más felices de su vida///sin que lo sepa aún.  





viernes, 20 de mayo de 2016

El pequeño faro rojo

Se construyó el año 1880, y en 1921 abandonó su primitivo emplazamiento  en  Sandy Hook, New Jersey, para trasladarse a Fort Washington Park, en la ribera newyorkina del rio Hudson. El pequeño faro rojo de Manhattan, el solitario faro de la isla, pronto tuvo una formidable compañía; y mientras crecía y crecía el puente gris de Georges Washington, que une los dos márgenes del rio, el faro empequeñecía,  y así fue como se lo contó a los niños (de tres a siete años) Hildegarde H. Swift en su hermosísimo relato The Little Red Lighthouse and the Great Gray Bridge, publicado con las mágicas acuarelas de Lind Ward en 1942. 

El pequeño faro se apagó en 1947, pero volvió a iluminarse al cumplirse el sesenta aniversario de la primera edición del libro de la señora Swift, que tanto contribuyó a su salvación, y ahí sigue bien alegre y colorado a pesar de quedar sombreado por los tableros longitudinales del Georges Washington, y enredado entre los pilares de una de las dos torres de acero, desnudas y en celosía, que sostienen los cuatro cables colgantes del gran puente gris. 

Llegamos al faro tras un larguísimo paseo para poder mirarlo de cerca, y luego atisbamos a lo lejos su presencia diminuta desde lo alto de la otra orilla, a la que también arribamos a pie. No pude entonces evitar acordarme de John Hanning Speke y de sus expediciones al África, en particular de aquélla a la que fue enviado por la londinense Royal Geographical Society en unión del capitán Grant, su antiguo amigo y compañero de deportes en la India, con la misión de aclarar el disputado problema de las fuentes del Nilo.

Un día, avanzado 1862, poco antes de advertir, "sin ningún género de duda", que el río Blanco que arranca del lago Victoria Nyanza  era el verdadero y venerable Nilo, Speke fue guiado hasta las cataratas del Nilo Padre, y al contemplarlas anotó, en su Diario del descubrimiento de las fuentes del Nilo (1863), que el lugar le resultaba fantástico, salvaje y romántico “sin par”, con excepción de "las arbitrarias decoraciones de los teatros". Qué delirante salvedad. 

Allí, en las apartadas riberas del Hudson, intuí, gracias al  recuerdo del Speke expedicionario, por qué los faros acostumbran a enamorar aunque no seas un tenorio ni capaz de apreciar, a diferencia de don Juan, en cuál de las dos orillas la luna brilla más pura y se respira mejor. Allí, me dije, basta con adiestrarse, al modo kantiano, en su contemplación desinteresada, espontánea y libre, opaca a la racionalidad y a la utilidad, solo atenta a las emociones que despiertan en cada uno de nosotros. 

Y ahora me pregunto si acaso no será la contemplación desinteresada la mejor manera de aproximarnos  a los hombres que se encuentran a nuestro lado, a veces tan desvalidos, tal como hacíamos antes, cuando todavía eran unos niños, les leíamos cuentos y su presencia nos conmovía sin necesidad de entenderlos.





viernes, 13 de mayo de 2016

Un gallego en el Parlamento de Westminster

Hace casi treinta años, algo así como dos generaciones, la televisión de Galicia me pidió una breve colaboración  sobre mi idea de la vida parlamentaria, que por aquella época conocí y estaba a punto de abandonar para siempre. Daba por perdidos los  folios que había redactado para la ocasión, en realidad ni siquiera sospechaba su existencia, pero cierta mano, amiga escrupulosa del expurgo, acaba de encontrar en una caja irrelevante los papeles manuscritos de esa encomienda. Los leí, por primera vez desde que los escribí; recuperé, con grandísima ayuda, la grabación del programa en el que se puso imagen y voz a mis papeles, y al fijar la atención tan atrás tropecé con mi mirada exiliada.

El joven adulto que fuí, más joven de lo que hoy son mis hijos,  ya sostenía entonces, acerca de esa vida, una idea alojada en un tiempo y en un espacio distintos y distantes, por decirlo de alguna manera. Una idea que acaso suene a excéntrica por irreal, un sonido que lamentaría bien, pues con las ideas me sucede lo que a Josep Pla con las personas: al autor de El cuaderno gris le gustaban las que no tenían nada de particular, las que eran extraordinarias precisamente porque eran tan normales, tan claras y unívocas, y le cansaban los tipos extraños, extravagantes, genialoides o misteriosos.  

Escribí el texto en gallego, y en gallego fue leído por el periodista Xosé Ramón Gayoso. Quizá tendría que dejar aquí su traducción al castellano, pero no lo haré: estoy convencido de que a nadie le resultará difícil entenderlo, y si no lo comprendiésemos del todo tampoco habrá de importarnos. Al cabo, nos quedarán las imágenes que acompañan a las palabras: la plaza del Marqués de Amboage en la que jugamos los niños de Ferrol, una apoteósica (como de costumbre) Reina de Inglaterra en la Cámara de los Comunes, y la fiable melancolía de Londres. 


Lo demás solo fue una idea de ensueño, nacida hace casi treinta años, y a mis treinta y pocos años, ya digo, en el instante que descubrí los versos del poema homónimo de Gaspar Nuñez de Arce, ¿alguien lo citará  a estas alturas?, que de buena gana explican el origen fatal de mi fantasía: Y aparecen ante mí / fugítivas y ligeras / las venturosas quimeras / que desvanecerse vi: / la inocencia que perdí, / y aquel vago sentimiento / que animó mi pensamiento (…).

viernes, 6 de mayo de 2016

Ur, ciudad caldea

Para Marta, Víctor y X


No sospeché que había sido un niño comisionista, ni que de joven soñaba con serlo de mayor, hasta el día que estudié la comisión mercantil en el Código de Comercio. Entonces, en la Facultad que me servía de refugio, tendía a mirar el Derecho sobre todo desde el otro lado del espejo, y mientras el Código hablaba del comitente y de la comisión que debía percibir el comisionista por el desempeño de su mandato comercial, yo me acordaba de mis abuelos y de las pesetas que me daban como premio, ¡los domingos un duro!, por los recados que hacía para ellos: sellar las quinielas, siempre en el quiosco de la Plaza de Amboage, comprar para la merienda el café recién tostado en la torrefacción, y llevarles los periódicos que salían al atardecer de la redacción de El Correo Gallego (¿o era La Noche?). Y así fue como años después aprendí el contrato de comisión, con la memoria de mis recados. 

Era aún un muchacho, y solía almorzar los sábados en casa de uno de mis abuelos, invariablemente mejillones blancos y  jarrete con serias posibilidades de ternura. Bajábamos luego a la planta en la que estaba su comercio de Efectos Navales, y allí compartíamos la tarde, a solas los dos. Él se distraía con los crucigramas, y a mí me entretenía leyendo en voz alta el acertijo a descifrar y la respuesta que escribía en las celdas del pasatiempo; también me enseñaba los nudos marineros que se podían hacer con algunas de las infinitas cuerdas que había en el comercio: nudo de boza, as de guía, nudo de lazada, al revés, de corredera, de escote, de piña, de rizos…, y me regalaba el nombre exacto y la utilidad precisa de cada uno de los objetos fantásticos que nos rodeaban: octante, astrolabio, manómetro, ballestilla, anteojo de batayola, higrómetro, nocturlabio, bitácora…

Y asi fue como consideraba mi porvenir, vendiendo y trocando  en las ferias, zocos y alcanás de países lejanos los tesoros que guardaban los Almacenes de Efectos Navales de mi abuelo, proveedor de buques, arsenales y bases marinas. Cruzaría con Philias Fogg el estrecho de Bab-el-Mandeb a bordo del paquebote Tankadera, rumbo a Bombay, y alternaría con ingleses decididos a fundar establecimientos mercantiles en la India y Ceilán; recorrería con Marco Polo el reino del Gran Khan, el señor de los tártaros, conocería las razas de los hombres sabios encantadores y astrólogos, y trataría a los mercaderes de sándalo rojo, áloe y otras maderas aromáticas; y al fin recalaría, embarcado en la goleta Equator, en las Islas de los Mares del Sur, y comerciaría con Tembinok’ de Apemama, el mercader real del que había oído hablar a R.L. Stevenson, el inolvidable  Tusitala (¿contador de historias?) que fue a vivir y a morir en Samoa. 

No pudo ser. No sería comisionista en lugares remotos. Julio Verne, Marco Polo y R.L. Stevenson formaban parte de la literatura, no de la vida; y la vida y la literatura no eran lo mismo, me dijeron. No me importó. Incapaz de distinguir entre la ficción y la realidad, fatalmente hechizado por las lecturas,  sabía que dondequiera que estuviese los papeles escritos me seguirían, me descubrirían aventuras nunca imaginadas, tal vez el sentido de las cosas de la vida, y me traerían el recuerdo apacible de mis abuelos, que tanto me quisieron. Horizontal, 1, ciudad caldea de dos letras: ¡Ur!