viernes, 20 de mayo de 2016

El pequeño faro rojo

Se construyó el año 1880, y en 1921 abandonó su primitivo emplazamiento  en  Sandy Hook, New Jersey, para trasladarse a Fort Washington Park, en la ribera newyorkina del rio Hudson. El pequeño faro rojo de Manhattan, el solitario faro de la isla, pronto tuvo una formidable compañía; y mientras crecía y crecía el puente gris de Georges Washington, que une los dos márgenes del rio, el faro empequeñecía,  y así fue como se lo contó a los niños (de tres a siete años) Hildegarde H. Swift en su hermosísimo relato The Little Red Lighthouse and the Great Gray Bridge, publicado con las mágicas acuarelas de Lind Ward en 1942. 

El pequeño faro se apagó en 1947, pero volvió a iluminarse al cumplirse el sesenta aniversario de la primera edición del libro de la señora Swift, que tanto contribuyó a su salvación, y ahí sigue bien alegre y colorado a pesar de quedar sombreado por los tableros longitudinales del Georges Washington, y enredado entre los pilares de una de las dos torres de acero, desnudas y en celosía, que sostienen los cuatro cables colgantes del gran puente gris. 

Llegamos al faro tras un larguísimo paseo para poder mirarlo de cerca, y luego atisbamos a lo lejos su presencia diminuta desde lo alto de la otra orilla, a la que también arribamos a pie. No pude entonces evitar acordarme de John Hanning Speke y de sus expediciones al África, en particular de aquélla a la que fue enviado por la londinense Royal Geographical Society en unión del capitán Grant, su antiguo amigo y compañero de deportes en la India, con la misión de aclarar el disputado problema de las fuentes del Nilo.

Un día, avanzado 1862, poco antes de advertir, "sin ningún género de duda", que el río Blanco que arranca del lago Victoria Nyanza  era el verdadero y venerable Nilo, Speke fue guiado hasta las cataratas del Nilo Padre, y al contemplarlas anotó, en su Diario del descubrimiento de las fuentes del Nilo (1863), que el lugar le resultaba fantástico, salvaje y romántico “sin par”, con excepción de "las arbitrarias decoraciones de los teatros". Qué delirante salvedad. 

Allí, en las apartadas riberas del Hudson, intuí, gracias al  recuerdo del Speke expedicionario, por qué los faros acostumbran a enamorar aunque no seas un tenorio ni capaz de apreciar, a diferencia de don Juan, en cuál de las dos orillas la luna brilla más pura y se respira mejor. Allí, me dije, basta con adiestrarse, al modo kantiano, en su contemplación desinteresada, espontánea y libre, opaca a la racionalidad y a la utilidad, solo atenta a las emociones que despiertan en cada uno de nosotros. 

Y ahora me pregunto si acaso no será la contemplación desinteresada la mejor manera de aproximarnos  a los hombres que se encuentran a nuestro lado, a veces tan desvalidos, tal como hacíamos antes, cuando todavía eran unos niños, les leíamos cuentos y su presencia nos conmovía sin necesidad de entenderlos.





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