viernes, 24 de junio de 2016

Norma

Alemania ha declarado la guerra a Rusia.
Tarde, escuela de natación.
Frank Kafka, nota del 2 de agosto de 1914.



El brexit ha triunfado, y el domingo habrá elecciones. Llegan para mí, y conmigo para el blog, las vacaciones. Es tiempo de regresar a Valdoviño, Et in Arcadia ego. Antes de mudarnos, me entretengo con una de las primeras cartas que me escribió Marilyn, años después del verano de nuestro encuentro en A Frouxeira. Os dejo con ella, ahora que al fin puedo darla a conocer, y con mi gratitud por vuestra generosa compañía durante estos últimos meses. Hasta la vuelta.

Mi querido P:

Qué boba fui, ahora lo se, al hacerme pasar por la sobrina norteamericana de aquel hombre, ¿Joselito, no?, y vestirme como él, solo de blanco. Y todo para que pudieran elegirme la Reina de las fiestas de San Mamed. Qué ingenua. 

Te envío la foto que Cecil me sacó en el lago, junto a la casa de Maroto, para el dichoso concurso, ese que al final ganó Hortensia de Meirás, la recomendada del Alcalde, ¿te acuerdas?

Ahí me tienes, con la diadema que le compré a Sarita, aconsejada por doña Pepita, total para nada. Que sepas que mientras posaba pensaba en ti, jugando con tu cubo y tus palitas en la playa. Hasta el próximo verano, honey. Tú N.



Dramatis personae

P: Pablito, el niño que fui aquellos inolvidables años.
Joselito: acaudalísimo indiano. Vestía, es verdad, a la cubana, con sombrero de jipijapa. Su caserón todavía domina el centro del pueblo.
San Mamed: Santo patrón, galleguizado como San Mamede. Hay quien asegura que procede de Cesarea de Capadocia y que era un pobre pastor.
Cecil Beaton: fotografió a la Marilyn Monroe más alegre. Dijo de ella que era inocente y no sofisticada.
Maroto: pescador y agricultor. Vivía en una casa de madera, aislada entre los juncales,  en el lago. Me daba miedo, pero me consta que fue un hombre bueno y cariñoso. 
Hortensia de Meirás: la muchacha menos agraciada del contorno. Pasaron los años, y sigue siendo mi mejor amiga, y además es guapa.
El Alcalde: personaje de ficción, insignificante.  
Sarita: regentaba una mercería, Escarlata, la única que había en cien leguas a la redonda, entre Ferrol y Cedeira. Me llevaba al cine con sus sobrinos, Antonino y Julitina, y nos leía, entre la humarada de sus cigarros, los cuentos que escribía para los tres. Gracias a ella no me siento un extraño en las tiendas de abalorios, y aprendí a soñar historias de  chicas fumadoras, en blanco y negro, y solo para mí.
Doña Pepita: pequeñísima mujer, grandísima maestra. Simpática y muy sorda. Me hacía ilusión ir a la escuela con las niñas y los demás niños de las aldeas.  Solo sucedía allí.
N: La Norma (Jeane) que tanto marcaría mi vida, inexplicable sin normas y sin  una Norma a la que querer.  


viernes, 17 de junio de 2016

Al encuentro de Andrés Trapiello, o escribir desde el entusiasmo

Para Andrés Trapiello,
al que no le han dado el Princesa de Asturias de las Letras 2016.



Encuentro

Tenía que impartir un par de horas de clase en la Facultad. Llevaba conmigo los papeles habituales, el Código Civil, alguna otra ley, probablemente farragosa, y mis notas sobre la propiedad intelectual, el tema que me tocaba exponer. En mi cartera iba también, aquella tarde, un artículo de Andrés Trapiello sobre la cultura de lo gratis y la cultura de lo público (De eso se trata), del que pensaba servirme para hablarle a los chicos, alumnas en su mayoría, de los derechos de autor y el desolador pirateo informático.

Llegué a la Facultad con tiempo para pasar por el bar y tomar un café. Entretengo los minutos con desgana y un  periódico local, pero en mis ojos indiferentes estallan de pronto los tipos negros y brillantes de un suelto, que por un instante supuse fantasioso: “El escritor Andrés Trapiello interviene hoy en el ciclo  la creación literaria y sus autores”. Doy las clases de la mano de su artículo, procuro mostrarme convincente como nunca, y regreso a casa para coger dos de sus libros, el primero de los suyos que leí, hará pronto veinticinco años (El buque fantasma), y el entonces más reciente (Miseria y compañía)

Consigo acercarme, exhausto, al lugar de la charla. Mi impaciencia y yo nos acomodamos en una de las pocas butacas libres que quedaban, y durante un rato, mientras Andrés no apareció en escena, me ocupé de la diosa de la suerte que me había conducido hasta allí. No guardaré para mí lo que vi, lo recuerdo bien: el público, más rico y más alegre que una Pascua de Flores, encantado con un Trapiello fantástico por natural, divertido y emotivo .

Media vida leyéndolo, con la pasión escogida que siento como lector por toda su obra, y al fin logro saludarlo por primera (y hasta hoy única) vez. Apenas pudimos, con tantísimo barullo,  cruzar cuatro palabras. Me dedica los libros que me acompañan, y entre una y otra dedicatoria le entrego la tarjeta postal que conservaba para regalársela algún día; lo sabía desde que me hice con ella. 

Era una postal del barco V.C. Montevideo, el paquebote en el que Zenobia Camprubí y Juan Ramón Jiménez regresaron de su viaje de bodas desde Nueva York a Cádiz en junio de 1916,  y durante el cual JRJ escribió gran parte de su Diario de un poeta, según podemos leer de su puño y letra en el reverso de  la tarjeta postal que Andrés Trapiello reproduce en su Calidoscopio juanramoniano. Una postal igual a aquella con la que yo había ido, “con lo mejor de la vida”, luego lo supe, a su encuentro.




Escribir desde el entusiasmo

No sé cuántos lectores tiene Andrés Trapiello; quizá no  demasiados ni tampoco demasiado pocos, seguramente los justos, como en ocasiones imagina, pero me resisto a contarme -si de contar se trata- entre ellos como uno más, y no por soberbia, desde luego. Lo diré sin rodeos: soy un lector que lo lee con la pasión reservada para las personas y las cosas que  respeto, aprecio y quiero singularmente.  

Un apasionado modo de leer nada extraño, por lo demás, a buena parte de sus lectores, entre los que, gracias a compartir ese virus felizmente contagioso, cuento con amigxs  irrepetibles; y una pasión de lector que a nadie ha de sorprender: Trapiello escribe desde el entusiasmo, melancolía incluida, y sus lectores somos un poco como él, a ratos melancólicos y otras veces entusiastas. Nunca entendí, por ello, esa manía suya de compadecernos ni por qué tenemos que darle pena, si es verdad, como acostumbra a  repetir, que nos encuentra como él. 

¿Escribe Andrés Trapiello desde el entusiasmo? Sin duda, en la medida en que para él la literatura nace y parte de la vida, es vida misma, literatura y vida son la misma cosa, repite también a menudo, y no concibe una literatura que no esté escrita en la senda de los sentimientos; algo, por cierto, que últimamente no le impide reconocer el escaso prestigio que puede alcanzar la literatura cuando se mide con la vida… 

Se comprende, así, que para Trapiello la literatura hable, como la vida, de personas: cualquier vida, si no es absurda, tiene un argumento. Pocos vienen a este mundo, añade, para ser protagonistas de La cartuja de Parma o Guerra y paz, pero todos llevamos encima, como Pla, nuestro cuaderno gris particular.

Al final, nadie escribe setecientas páginas, las de su más reciente entrega diarística, Seré duda, para producir tristeza, aunque sí, como apunta su (sano) crítico Jordi Gracia (Franciscano impuro), para ir despachando asuntos sin perder honradez literaria ni buen humor.

"Ahora he hallado ser verdadero (…)  que lo que se sabe sentir se sabe decir”: he ahí un ideal cervantino (El amante liberal),  atraído para sí por  Trapiello  y al que no ha dejado de ser fiel, con tanta y tanta fortuna, me parece a mí, una escritura natural como la suya. Pienso, en este sentido, en su modelo de estilo, mejor será decir de no estilo,  que en todo caso -él lo asegura- ha de venir solo y sin que se note para ser un gran estilo, a pesar de que eso del estilo no sea lo más importante en la literatura, aclara, y sí los sentimientos, y la moralidad: la literatura, sostiene, nos enseña a bien vivir, está para enseñarnos a ser mejores (Escribir de lo que nos pasa).

Andrés Trapiello afirma su condición de poeta y escritor, por ese orden, y por poeta ante todo lo tenemos sus lectores, es verdad, escriba o no con las formas aparentes de los versos;  un poeta que se alimenta fundamentalmente de la vida: lo sabe, mejor que nadie, su amigo  Eloy Sánchez Rosillo (Invitación a la poesía de Andrés Trapiello). Le importe o no a Trapiello estar bendecido por la caña de Virgilio, o le importe lo mismo que la salvadera de Campoamor, un bledo, al leer su poesía le entran a uno ganas de exclamar, sin alharacas, pero con alborozo, como  Federico II  El Grande, “aún quedan poetas en Las Viñas”, por más que el rey de Prusia no se refiriese a los poetas ni a Las Viñas. 

Estoy lejos de compartir, por lo tanto, esa idea suya según la cual un poeta escribe “en un papel prestado y con plumas prestadas”, y que de poeta a poeta “solo varía el trazo, la caligrafía” (nota inicial a Las tradiciones). Hay algo que sí varía. Regreso a Sánchez Rosillo: lo verdaderamente misterioso y maravilloso de la poesía es que, “siendo siempre la misma, sea en cada poeta por completo diferente”, y si bien los temas de la poesía de Andrés Trapiello no pueden ser otros que los de la poesía de siempre, “qué nuevo todo en sus libros, qué únicamente propio de su autor”, la temporalidad, la naturaleza, su casa, sus amigos, y el amor dentro del ámbito de lo familiar, poemas de amor por sus hijos y de amor por su mujer, lo real de su vida. 

Andrés Trapiello, el que escribe desde el entusiasmo de la literatura, desde el entusiasmo de la vida, ese que le lleva a observar con desazón que en Ferrol no se venden paraguas de colores, solo negros, y que las gentes de por aquí únicamente hablan a resguardo del influyente pesimismo de la lluvia. Escribió esto, lo cuenta él, en un hotelito modesto, en una rúa del barrio viejo, en un mirador de un primer piso. Presiento que lo hizo en el hotel El Suizo y en la misma calle Dolores, puerta con puerta con El Suizo, en la que viví mis quince primeros años, donde pasé mi infancia y, al modo de Ramón Gaya que Andrés no cesa de recordar, donde desperté a la vida. 








viernes, 10 de junio de 2016

Cuaderno de minucias II

4 de junio, sábado  

Si pudiera volver atrás, regresaría a mi primer colegio. A menudo me lo encuentro, en invierno una vez a la semana, a lo sumo cada quince días, la visita acostumbrada a la casa familiar, junto al club de tenis; y entonces fijo mi nostalgia entre el mirador del torreón y la pérgola, hablo del colegio. No puedo, por ello, pedir perdón, Yo nací (perdonadme)//en la edad de la pérgola y el tenis: no soy  Jaime Gil de Biedma, y solo voy en busca de mi tiempo perdido, aunque es verdad que de la infancia me quedó, como al poeta, una imposible propensión al mito. 



5 de junio, domingo

El sol ha dejado de ponerse al fondo del lago, oculto hasta ahora más allá de Monte Campelo; y a la hora del crepúsculo, entre lusco e fusco, entre el día y la noche, avanza parsimonioso y larguísimo, sin petulancia, como los héroes tranquilos, hacia las proximidades de Punta Frouxeira. Es la señal del faro, al final de la playa colosal, que  anuncia la llegada del insólito verano, como si uno tuviese una granja en África, al pie de las colinas de Ngong... ¿Y el mar? El mar, insumiso y enjabonado, como siempre, pero mar de la tarde, mar de rosa (Juan Ramón Jiménez).








6 de junio, lunes

¿Cómo tratar a las personas melancólicas? He ahí la pregunta,  de tinte sanitario, formulada, a finales del XVIII, por Adolph Freiherr Knigge, el filósofo práctico que me distrajo las últimas tardes. Y he aquí su respuesta: hay que tratarlas igual que a las enajenadas o maníacas. Habría, primero, dice Knigge, que observarlas según la fase lunar y, después, prestar atención a lo que ocupa sus fantasías en el momento en que su imaginación no deja de girar. Reconoce el filósofo, ciertamente muy práctico, que para curar su manía dominante,  encerrarlas o tratarlas con dureza suele empeorar su enfermedad.

Ah, la melancolía, me digo esta noche de luna negra, todo sombras y casi ninguna luz,  ¡el mal de Freiherr Knigge!









7 de junio, martes

Nueva York tiene, lo saben unos pocos, su puente de las soledades (Lonliness’ bridge). Es, como la aldea de Alberto Caeiro, aquel heterónimo de Fernando Pessoa, de infinita pequeñez, apenas concurrido, y desde allí puede verse más de la ciudad que desde ningún otro lugar de Manhattan. Y también desde el puente sutil puede verse, asombrosa, la vida, como la vio Caeiro da Silva desde su modesta casa de campo, porque eu son do tamaño do que vejo//e nao do tamaño da minha altura… 




8 de junio, miércoles

El paisaje, desértico y volcánico, tan apartado del mío, no me pareció por completo irreal, tampoco a pesar del cielo azul de cartulina, y los áridos matorrales, y enseguida identifiqué aquel lugar con el de mi pesadilla favorita. Me noté extrañamente exaltado, de pronto un sentimiento ufológico se apoderó lentamente de mí, y por fin intuí que sería inevitable celebrar un encuentro en la tercera fase con aquellas criaturas bondadosas, suaves y humanísimas, por supuesto extraterrestres.  



9 de junio, jueves

Me toca batallar con un centón de papeles, ayer rígidos y  crujientes, hoy virtuales, y tanto silencio, el de mi cuarto de  trabajo, y aún el de toda la casa, anda alterado por  la orquesta de los gorriones, en realidad un par de solistas que me ayudan a explorar los legajos, a veces alevosos,  de Justiniano.

Acabo los deberes y me ocupo de los gorriones. Lyndsey Jewel, mi  amiga ornitóloga de Newcastle, me cuenta  que en Inglaterra son pájaros  cercanos al hombre, y que nunca crían alejados de un edificio donde vivan o trabajen personas. Le confieso mi desconcierto por su sociabilidad, incluso tratándose de gorriones británicos, pero Lyndsey me aclara, de la mano del naturalista W.H. Hudson, citado por Peter Ackroid (Londres: una biografía), que esa sociabilidad parte de la histórica debilidad de los londinenses por los gorriones, acostumbrados a hacerles compañía y a preguntarles si no tienen nada para darles.

Conociéndote, me dice por último mi amiga, comprendo que será difícil para ti admitir que los gorriones, anidados en tu tejado, no te hablen, ni siquiera en inglés.







































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viernes, 3 de junio de 2016

El piano negro

  La primacía de los tontos es insuperable y está
garantizada para todas las épocas.  El terror  de 
esa tiranía, entre tanto, se mitiga por su falta  de
consistencia.
 Albert Einstein, Aforismos para Leo Baeck,1953. 


Luces de la ciudad se estrenó, ambientada con la música de La violetera, en Los Ángeles, el mes de febrero de 1931, y a Charlie Chaplin lo acompañaban aquella noche Albert Einstein y su mujer, Elsa. El sabio, y algo cómico, alemán, y el cómico, suficientemente sabio, inglés, se habían conocido el año 1926 en los estudios Universal de California, y a partir de entonces  Einstein y Chaplin trabaron una sólida amistad, trufada de mutua simpatía y admiración, a la que no fue ajena el quehacer de Elsa, la segunda  esposa, y prima, del profesor. 

Tiempo después, todavía vivían los Einstein en Berlín,  Chaplin -lo leemos en su Autobiografía- visita al matrimonio  en su muy modesto piso, “semejante a los que podían encontrarse en el Bronx”. Y no por casualidad el gran Charlot retiene que la pieza más cara de todo el mobiliario es un piano negro, sobre el cual tomó el profesor aquellas históricas notas preliminares referentes a “la cuarta dimensión”. 

El piano le había traído a su memoria la conversación que mantuvo  en su casa con la señora Einstein la primera vez que invitó al profesor a cenar, a los pocos días de haberse conocido. La iniciativa se debió a Elsa, "una mujer de estructura maciza” -atroz versión anatómica, obra del traductor español de My Autobiography, del original inglés a square-framed woman, una mujer robusta-, de "gran vitalidad" y "entusiasmo encantador",  quien le confesó  a Chaplin que a su marido le agradaría mantener una charla tranquila con él, si bien durante la cena fue ella la que le contó la historia de la mañana en que Einstein concibió la teoría de la relatividad.

“El profesor bajó con su bata a desayunar”. Querida, le dijo, “tengo una idea maravillosa”. Se sentó al piano, tomó unas notas, y repitió: “Es difícil; todavía tengo que darle algunas vueltas”. Einstein siguió tocando el piano y tomando notas. Después subió a su estudio y permaneció allí enclaustrado dos semanas. Todas los mañanas, Elsa le enviaba la comida, y al atardecer el profesor daba un paseo antes de reanudar su trabajo. Por fin, muy pálido, le confesó: “Esto es”, y le mostró dos hojas de papel. Era su teoría de la relatividad. 

Regresemos a la noche del estreno de City Lights. Recuerda Charlie Chaplin que la calle estaba atestada de público y que los  coches de policía y las ambulancias intentaban pasar entre la multitud apiñada ante el teatro en el que se iba a proyectar la película. Según Carl Seelig, autor de una de las primeras biografías de Einstein, habría sido en esa ocasión cuando Chaplin le dijo al profesor: “A usted le aplauden las gentes porque no lo entienden, y a mí me aplauden porque me entienden todos”.  

Sin embargo, creo que se trata de una de las muchas anécdotas inventadas sobre Einstein, repetida hasta la saciedad sin más fundamento que la primitiva afirmación, indocumentada, de Seelig, y ahora popularmente tenida por verdad indiscutible,  incluso por Walter Isaacson, probablemente el último biógrafo reconocido de don Albert, pero que en este punto se limita a remitirse a la autoridad de Seelig. Anécdota apócrifa, sostengo, pues si no, ¿cómo explicamos el silencio de Chaplin al narrar con detalle en Mi Autobiografía lo que había sucedido en el momento de estrenarse Luces de la ciudad? ¿Podía Chaplin no ser consciente cuando se publica Mi autobiografía, en 1964,  del revuelo creado por el libro de Seelig, aparecido en 1960?

Pero qué más dará, me digo, si la anécdota es verdad o mentira, si se puso a circular o no de manera gratuita. Qué  importa, me digo, ante el realísimo retrato,  por limpio y claro, que Chaplin hace de su amigo el profesor Einstein, una persona que le dio la impresión, a pesar de sus ademanes afables y tranquilos, de que ocultaba un temperamento altamente emocional y que ésta era la fuente de su extraordinaria energía intelectual. Einstein, el hombre que en Berlín disponía de más de un millón de dólares para sus trabajos científicos,  y del que nunca había hecho uso, y que al refugiarse en los Estados Unidos, huyendo de la barbarie nazi, le propuso a la Universidad de Princeton una cifra ridícula para trabajar en ella, tres veces inferior a la necesaria para residir allí; el artista sublime que canalizó su pasión en otra dirección; el incurable sentimental que al llegar la escena final de Luces de la ciudad no puede evitar secarse los ojos, y el amante de Mozart que empezó a escribir las notas de la teoría de la relatividad sobre un piano negro.