viernes, 10 de junio de 2016

Cuaderno de minucias II

4 de junio, sábado  

Si pudiera volver atrás, regresaría a mi primer colegio. A menudo me lo encuentro, en invierno una vez a la semana, a lo sumo cada quince días, la visita acostumbrada a la casa familiar, junto al club de tenis; y entonces fijo mi nostalgia entre el mirador del torreón y la pérgola, hablo del colegio. No puedo, por ello, pedir perdón, Yo nací (perdonadme)//en la edad de la pérgola y el tenis: no soy  Jaime Gil de Biedma, y solo voy en busca de mi tiempo perdido, aunque es verdad que de la infancia me quedó, como al poeta, una imposible propensión al mito. 



5 de junio, domingo

El sol ha dejado de ponerse al fondo del lago, oculto hasta ahora más allá de Monte Campelo; y a la hora del crepúsculo, entre lusco e fusco, entre el día y la noche, avanza parsimonioso y larguísimo, sin petulancia, como los héroes tranquilos, hacia las proximidades de Punta Frouxeira. Es la señal del faro, al final de la playa colosal, que  anuncia la llegada del insólito verano, como si uno tuviese una granja en África, al pie de las colinas de Ngong... ¿Y el mar? El mar, insumiso y enjabonado, como siempre, pero mar de la tarde, mar de rosa (Juan Ramón Jiménez).








6 de junio, lunes

¿Cómo tratar a las personas melancólicas? He ahí la pregunta,  de tinte sanitario, formulada, a finales del XVIII, por Adolph Freiherr Knigge, el filósofo práctico que me distrajo las últimas tardes. Y he aquí su respuesta: hay que tratarlas igual que a las enajenadas o maníacas. Habría, primero, dice Knigge, que observarlas según la fase lunar y, después, prestar atención a lo que ocupa sus fantasías en el momento en que su imaginación no deja de girar. Reconoce el filósofo, ciertamente muy práctico, que para curar su manía dominante,  encerrarlas o tratarlas con dureza suele empeorar su enfermedad.

Ah, la melancolía, me digo esta noche de luna negra, todo sombras y casi ninguna luz,  ¡el mal de Freiherr Knigge!









7 de junio, martes

Nueva York tiene, lo saben unos pocos, su puente de las soledades (Lonliness’ bridge). Es, como la aldea de Alberto Caeiro, aquel heterónimo de Fernando Pessoa, de infinita pequeñez, apenas concurrido, y desde allí puede verse más de la ciudad que desde ningún otro lugar de Manhattan. Y también desde el puente sutil puede verse, asombrosa, la vida, como la vio Caeiro da Silva desde su modesta casa de campo, porque eu son do tamaño do que vejo//e nao do tamaño da minha altura… 




8 de junio, miércoles

El paisaje, desértico y volcánico, tan apartado del mío, no me pareció por completo irreal, tampoco a pesar del cielo azul de cartulina, y los áridos matorrales, y enseguida identifiqué aquel lugar con el de mi pesadilla favorita. Me noté extrañamente exaltado, de pronto un sentimiento ufológico se apoderó lentamente de mí, y por fin intuí que sería inevitable celebrar un encuentro en la tercera fase con aquellas criaturas bondadosas, suaves y humanísimas, por supuesto extraterrestres.  



9 de junio, jueves

Me toca batallar con un centón de papeles, ayer rígidos y  crujientes, hoy virtuales, y tanto silencio, el de mi cuarto de  trabajo, y aún el de toda la casa, anda alterado por  la orquesta de los gorriones, en realidad un par de solistas que me ayudan a explorar los legajos, a veces alevosos,  de Justiniano.

Acabo los deberes y me ocupo de los gorriones. Lyndsey Jewel, mi  amiga ornitóloga de Newcastle, me cuenta  que en Inglaterra son pájaros  cercanos al hombre, y que nunca crían alejados de un edificio donde vivan o trabajen personas. Le confieso mi desconcierto por su sociabilidad, incluso tratándose de gorriones británicos, pero Lyndsey me aclara, de la mano del naturalista W.H. Hudson, citado por Peter Ackroid (Londres: una biografía), que esa sociabilidad parte de la histórica debilidad de los londinenses por los gorriones, acostumbrados a hacerles compañía y a preguntarles si no tienen nada para darles.

Conociéndote, me dice por último mi amiga, comprendo que será difícil para ti admitir que los gorriones, anidados en tu tejado, no te hablen, ni siquiera en inglés.







































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