viernes, 3 de junio de 2016

El piano negro

  La primacía de los tontos es insuperable y está
garantizada para todas las épocas.  El terror  de 
esa tiranía, entre tanto, se mitiga por su falta  de
consistencia.
 Albert Einstein, Aforismos para Leo Baeck,1953. 


Luces de la ciudad se estrenó, ambientada con la música de La violetera, en Los Ángeles, el mes de febrero de 1931, y a Charlie Chaplin lo acompañaban aquella noche Albert Einstein y su mujer, Elsa. El sabio, y algo cómico, alemán, y el cómico, suficientemente sabio, inglés, se habían conocido el año 1926 en los estudios Universal de California, y a partir de entonces  Einstein y Chaplin trabaron una sólida amistad, trufada de mutua simpatía y admiración, a la que no fue ajena el quehacer de Elsa, la segunda  esposa, y prima, del profesor. 

Tiempo después, todavía vivían los Einstein en Berlín,  Chaplin -lo leemos en su Autobiografía- visita al matrimonio  en su muy modesto piso, “semejante a los que podían encontrarse en el Bronx”. Y no por casualidad el gran Charlot retiene que la pieza más cara de todo el mobiliario es un piano negro, sobre el cual tomó el profesor aquellas históricas notas preliminares referentes a “la cuarta dimensión”. 

El piano le había traído a su memoria la conversación que mantuvo  en su casa con la señora Einstein la primera vez que invitó al profesor a cenar, a los pocos días de haberse conocido. La iniciativa se debió a Elsa, "una mujer de estructura maciza” -atroz versión anatómica, obra del traductor español de My Autobiography, del original inglés a square-framed woman, una mujer robusta-, de "gran vitalidad" y "entusiasmo encantador",  quien le confesó  a Chaplin que a su marido le agradaría mantener una charla tranquila con él, si bien durante la cena fue ella la que le contó la historia de la mañana en que Einstein concibió la teoría de la relatividad.

“El profesor bajó con su bata a desayunar”. Querida, le dijo, “tengo una idea maravillosa”. Se sentó al piano, tomó unas notas, y repitió: “Es difícil; todavía tengo que darle algunas vueltas”. Einstein siguió tocando el piano y tomando notas. Después subió a su estudio y permaneció allí enclaustrado dos semanas. Todas los mañanas, Elsa le enviaba la comida, y al atardecer el profesor daba un paseo antes de reanudar su trabajo. Por fin, muy pálido, le confesó: “Esto es”, y le mostró dos hojas de papel. Era su teoría de la relatividad. 

Regresemos a la noche del estreno de City Lights. Recuerda Charlie Chaplin que la calle estaba atestada de público y que los  coches de policía y las ambulancias intentaban pasar entre la multitud apiñada ante el teatro en el que se iba a proyectar la película. Según Carl Seelig, autor de una de las primeras biografías de Einstein, habría sido en esa ocasión cuando Chaplin le dijo al profesor: “A usted le aplauden las gentes porque no lo entienden, y a mí me aplauden porque me entienden todos”.  

Sin embargo, creo que se trata de una de las muchas anécdotas inventadas sobre Einstein, repetida hasta la saciedad sin más fundamento que la primitiva afirmación, indocumentada, de Seelig, y ahora popularmente tenida por verdad indiscutible,  incluso por Walter Isaacson, probablemente el último biógrafo reconocido de don Albert, pero que en este punto se limita a remitirse a la autoridad de Seelig. Anécdota apócrifa, sostengo, pues si no, ¿cómo explicamos el silencio de Chaplin al narrar con detalle en Mi Autobiografía lo que había sucedido en el momento de estrenarse Luces de la ciudad? ¿Podía Chaplin no ser consciente cuando se publica Mi autobiografía, en 1964,  del revuelo creado por el libro de Seelig, aparecido en 1960?

Pero qué más dará, me digo, si la anécdota es verdad o mentira, si se puso a circular o no de manera gratuita. Qué  importa, me digo, ante el realísimo retrato,  por limpio y claro, que Chaplin hace de su amigo el profesor Einstein, una persona que le dio la impresión, a pesar de sus ademanes afables y tranquilos, de que ocultaba un temperamento altamente emocional y que ésta era la fuente de su extraordinaria energía intelectual. Einstein, el hombre que en Berlín disponía de más de un millón de dólares para sus trabajos científicos,  y del que nunca había hecho uso, y que al refugiarse en los Estados Unidos, huyendo de la barbarie nazi, le propuso a la Universidad de Princeton una cifra ridícula para trabajar en ella, tres veces inferior a la necesaria para residir allí; el artista sublime que canalizó su pasión en otra dirección; el incurable sentimental que al llegar la escena final de Luces de la ciudad no puede evitar secarse los ojos, y el amante de Mozart que empezó a escribir las notas de la teoría de la relatividad sobre un piano negro.  





5 comentarios:

  1. Me ha gustado bastante tu documentado relato sobre la entrañable relación entre dos genios,con el fondo musical melancólico de la violetera y las imagines llenas de ternura.

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  2. Perdón:quise escribir imágenes

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  3. Desconocía la relación entre esos dos genios. Gracias a gente como tú, los profanos en muchas cosas, nos vamos ilustrando.

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